jueves, 25 de junio de 2015

Errantes (I)

R. no era más que un alma errante*. Extraviaba con frecuencia su camino para sortear cualquier obstáculo incómodo, aún más si éste tenía nombre de mujer. De ese modo cumplía con escrupulosa entrega la única promesa que se hizo a si mismo: esquivar el eterno hallazgo… conseguir burlarse del amor.

Porque el amor era una estupidez, lo tenía comprobadísimo. Él decía que volvía a la gente medio idiota y funcionaba como un invento realmente maligno. Sus mecanismos sumían a las mentes débiles en un estado patético de semiinconsciencia repentina y conseguían embaucar a muchos insensatos predispuestos al fracaso.

Creía firmemente en la inutilidad de los sentimientos y vivía aferrado al pretexto de no concederle a su existencia el beneficio de ninguna emoción. No necesitaba ese tipo de delirios porque apenas los había conocido. Quizás por esa razón, no los echaba de menos. Tenía suerte. O todo lo contrario.

A esas alturas de su vida, estaba bien acostumbrado a la fidelidad de una soledad muy placentera, tan condescendiente con sus manías que no habría sabido respirar sin ella. Se había fortalecido gracias a una amnesia profunda, desconocedora de afectos, que fue concebida sin rencor en medio del olvido y donde no cabían las debilidades. El amor era sólo eso para R., una inadmisible y torpe debilidad.

Pero una noche cualquiera quiso la casualidad hacer trampas con el destino,  y precisamente fue R. el que pasaba por allí. A él le encantaba deambular sólo por las calles desiertas cuando el cielo descargaba su cólera en forma de tormenta. Sentía que desafiaba a las nubes en una lucha cuerpo a cuerpo sin el resguardo de un paraguas, y disfrutaba como un niño al sentir miles de gotas rabiosas golpeando su cara. Allá cada uno con sus rarezas.

La acera estaba vacía y los pocos transeúntes sorprendidos por el chaparrón se guarecían bajo los soportales esperando que escampara. A lo lejos, vio una silueta de mujer que caminaba despacio bajo la lluvia. Tampoco llevaba paraguas, pero no parecía importarle el hecho de estar calada hasta los huesos, como él.

A medida que ella iba aproximándose a su encuentro, acortando paso a paso la distancia entre ambos, sucedió algo inesperado. Ninguno de los dos sospechaba que aquel hecho fortuito cambiaría por completo sus vidas errantes.

Continuará... 

(Para L. por éste y otros muchos continuará) 

lunes, 25 de mayo de 2015

Cuando estés en vena

Entonces preguntaste - desde algún cómodo lugar en una galaxia muy remota ¿...qué te pasa?’

A pesar de la concisión del texto, leí tu mensaje unas cincuenta y siete veces más, aproximadamente. Después tragué saliva, en un intento bastante absurdo de imitar a los protagonistas de algunas películas. Ya sabes, esos que hacen un ruido teatral cuando una revelación descabellada les pilla por sorpresa. Porque el dramatismo no debería estar reñido con la inutilidad de ciertos gestos.

Transcurrió un instante y sin pensar cerré los ojos - gracias al providencial resorte de un oportuno parpadeo. Cedí ante la breve oscuridad para camuflarme del  mundo a plena luz del día. Por desgracia, debió de pasar un tiempo demasiado corto, porque al abrir de nuevo los ojos no habían cambiado ni un ápice las circunstancias de aquella ridícula escena.

Allí estaba sola, en medio de la nada - bastante concurrida a esas horas. Sentada en la mesa de cualquier cafetería del centro, tratando de lograr un imposible, o incluso varios. A saber. Lo más urgente era restablecer el orden de aquel impertinente caos que coronaba mi cabeza y, tal vez, allanarte el camino plagado de dudas resbaladizas. Después, machacaría con contundencia los hechos y le pondría algún precio a la realidad para sobornarla a golpe de buenos recuerdos. Aunque he de reconocerlo, quizás sólo me conformara con darle un nombre a aquella estúpida sensación.

Intenté no perder la calma, recomponer aquel gesto tranquilo que nunca me había pertenecido e ignorar por completo el leve temblor de mis dedos sobre el teléfono. Acto seguido, traté de imaginar alguna respuesta creíble a la que pudiera agarrarse mi vulnerable orgullo, pero intuía que se había esfumado por completo, diluido en el último sorbo de ese café con hielo. Al final me habría contentado con responderte algo ocurrente, decirte nerviosa cualquier cosa para salir del atolladero.

De inmediato comprendí que unas décimas de segundo no son suficientes para recuperar la sensatez, e imagino que mucho menos la razón. Cómo explicarte en pocas líneas el medio millón de respuestas que se agolpaban en mi cerebro, imposible resumirlas en cuatro frases, por mucho que terminaran con esas caritas tan sonrientes.

Instintivamente, me mordí con fuerza el labio mientras pensaba y enseguida maldije mi torpeza. Quizás con la absurda esperanza de encontrar en aquel acto reflejo algo de valor, el suficiente para encontrar una buena contestación. Sé que haber aspirado a darte la definitiva habría resultado una estupenda insensatez, porque en la evidencia de la lógica se hallaba la dificultad de la confesión. Poco importaba que fuese la verdad y mucho me temía que sólo se trataba de una de las múltiples aristas de la realidad.

Porque muchas veces no basta con tener el coraje para formular algunas cuestiones, hay que tener además la suficiente valentía como para afrontar las réplicas. También es cierto que en la inesperada audacia de una formulación estriba a menudo la magia de un razonamiento o el desenlace de cualquier misterio.

Imagina por un instante que hubieras hecho esta pregunta: "¿Te pasa algo conmigo?" 
Mi respuesta habría sido: "eso es justo lo que me pasa... tú no quieres que te pase nada conmigo"    

Tan sencillo como comprender el origen de una terca ofuscación.
Porque quizás no fallamos en las respuestas que nos dimos.
Simplemente no acertamos con las preguntas que nos hicimos.