viernes, 29 de febrero de 2008

Santa Lucía

Ignacio Miranda ojea con desgana el resumen de prensa que le ha dejado en su mesa el equipo de comunicación; el que se encarga de leerse cada noche los diarios, antes de que lleguen a los kioscos, y sus portadas salpiquen los informativos de la radio. Sin haber descubierto el mensaje escondido, mira la hora en su reloj de pulsera, que marca las 7 menos cinco de la mañana.
Entre las páginas del dossier, plagadas de noticias que hablan de la compañía que dirige, se deslizan unos folios manuscritos, con una caligrafía precisa y sin artificios. Un atisbo de curiosidad se refleja en sus pequeños ojos y no puede evitar coger su inseparable lupa; mirar a través de la ventana de su despacho hacia la oficina vacía, bajar las persianas y cerrar la puerta por dentro. No tarda en ponerse a leer, intrigado, lo que aquellas líneas le dicen y susurran.

Estimado D. Ignacio:

Los caprichos del destino son inescrutables, créame. Pero, le garantizo que ante mis inocentes ojos, no había nada más evidente ni menos delicado que su forma de mirarme. Cada vez que de un vistazo lo encontraba vigilándome, la desvergonzada y falsa precaución que mostraba inicialmente su rostro, se desvanecía aliviada ante mi sorpresa.
Insisto, D. Ignacio, esta vez por escrito, en que por mi parte no se produjo en caso alguno, correspondencia al supuesto interés que mostraba hacia mí, estoy absolutamente segura. Por lo que el motivo de esta carta es tan claro que preferiría ahorrarme algunos detalles, agradeciéndole de antemano la lectura de esta confesión e irrevocable dimisión.

Era a mí, señor, yo pensaba que usted me examinaba a diario, constantemente. Disculpe la reiteración, pero no podía evitar sentirme incómoda cada vez que le veía aparecer andando por aquel pasillo, hasta pasar inevitablemente por mi lado, e incluso cuando me echaba miradas desde su despacho. Un calor repentino me subía desde el pecho y mi cara terminaba pareciendo una estufa. No sé si llegó a reparar en que cada vez que presentía su acercamiento, sacaba de mi cajón aquel abanico rojo tan pequeño que acabó acompañándome como un talismán.

Como sabe, llegué hace ocho meses a esta oficina, tiempo suficiente para que constatase una actitud más que disciplinada por mi parte. He de reconocer que intenté desempeñar mi trabajo con la más absoluta indiferencia ante sus escrutinios, puesto que era mi superior y le debía por ello un respeto.

Hace semanas intenté poner fin a esta situación, que me impedía desarrollar eficientemente mis compromisos laborales. Decidí confesarle que no me era indiferente, sacando fuerzas de sofocos, y decirle que estaba dispuesta a escuchar lo que me quisiera decir, cualquier propuesta. Para hacérselo saber, le envié un correo electrónico, que respondió como todos su asistente personal, citándome en su despacho la semana siguiente, en la que nos encontramos, señor. Cuando lea estas líneas furtivas faltarán casi dos horas para la cita. Pero no acudiré, señor, por el motivo previamente mencionado: no me es usted indiferente y no puedo acceder a verlo a solas, ahora que usted conoce mis intenciones. No ahora, que ya sé la verdad, y que con esta carta le adjunto también mi dimisión.

Ha sido un verdadero error. Lo que yo no imaginaba, lo que nadie me dijo, es que usted tiene nueve dioptrías en cada ojo. Que no ve tres en un burro, disculpe señor. Debí darme cuenta de que fruncía demasiado la vista cuando se dirigía a alguien de cerca, y debió de darme la pista el hecho de que a mí me mirara de lejos, entre perdido y aliviado. Ahora ya sé que no me miraba a mí, lo sé señor. Lo sé todo, debía mirar el reloj de números gigantescos, que pendía de la pared, a la altura de mi cabeza.

Debí haberlo entendido hace ocho meses, el primer día que tuve el placer de dejarle sobre la mesa de su despacho un dossier de prensa en formato DIN A3.

Espero acepte mis disculpas.
Atentamente,

Julia Mariategui Hernández.

Ignacio Miranda accionó el mando que subía las persianas de su despacho. Efectivamente, el hueco de aquella silueta que solía encontrarse bajo el reloj, y que se acompañaba de un revoloteo rojo, estaba ya vacío.

Nada hay más extraño ni más delicado que la relación entre personas que sólo se conocen de vista, que se encuentran y se observan cada día, a todas horas, y, no obstante, se ven obligadas, ya sea por convencionalismo social o por capricho propio, a fingir una indiferente extrañeza y a no intercambiar saludo ni palabra alguna. Entre ellas va surgiendo una curiosidad sobreexcitada e inquieta, la histeria resultante de una necesidad de conocimiento y comunicación insatisfecha y anormalmente reprimida, y, sobre todo, una especie de tenso respeto. Pues el hombre ama y respeta al hombre mientras no se halle en condiciones de juzgarlo, y el deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto.
Thomas Mann. La muerte en Venecia.

5 comentarios:

Mr Tambourine Man dijo...

Es una historia original en la que está muy bien retratado él, así como la peripecia de ella. Ahora, no sé si la cita de Thomas Mann -siendo pertinente- debería ir encabezando el cuento. ¿Qué te parece?

Juresos, y gracias por tu visita.
C.

González dijo...

Caracol, querido editor!
Tomo nota de tu apreciación, que creo acertada. He puesto la cita como despedida y cierre, creo que así queda mejor, ya me dirás si era ésta la respuesta correcta..

Gracias!

Elena

Mr Tambourine Man dijo...

He vuelto a leer la cita, y realmente es preciosa. Creo que todos hemos tenido alguna vez experiencias de conocimientos visuales en el instituto o en la facultad, en el trabajo, el tren... "El deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto". ¡Bellísimo! Leí "La muerte en Venecia" después de haber visto la película, y disfruté aún más a pesar de que estaba condicionado por las imágenes cinematográficas.

La cita queda muy bien al final.
Un jureso.
Carlos.

Silvia dijo...

Pues menos mal que no se dió cuenta de que era vizco en su despacho porque sino... bfff que vergüenza. Me ha recordado a la típica escena de película que uno se cree que uno va corriendo hacia él y en realidad se dirige a otra persona que está detrás de él.
Bss

González dijo...

Jaja.. menos mal!
Un beso para los dos!